Comité editorial La Respuesta
El estallido social de octubre de 2019 en Chile representó un momento crítico en la trayectoria democrática del país, exponiendo las tensiones acumuladas por un modelo económico neoliberal que prioriza el crecimiento para las grandes fortunas por sobre el bienestar de las mayorías. Este evento no fue un estallido espontáneo de violencia, sino la manifestación de desigualdades estructurales no resueltas desde la transición a la democracia en 1990. El detonante inmediato —el alza de 30 pesos en el pasaje del Metro de Santiago— simbolizó un descontento más profundo, resumido en el lema “No son 30 pesos, son 30 años”. A continuación, se analizan las causas principales del estallido y las deficiencias en el manejo político del gobierno de Sebastián Piñera, basadas en evidencias históricas y análisis académicos.
Causas Estructurales del Estallido

Las raíces del estallido se remontan al modelo económico implantado durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), caracterizado por privatizaciones masivas y una minimización del rol del Estado en la provisión de bienes sociales. Este enfoque neoliberal generó un crecimiento económico notable, posicionando a Chile como uno de los países con mayor PIB per cápita en América Latina. Sin embargo, también profundizó la desigualdad: según datos del Banco Mundial y la OCDE, Chile presentaba uno de los índices Gini más altos de la región, con el 1% más rico acaparando el 26,5% de la riqueza, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos accede solo al 2,1%. Una causa central fue la precariedad en el sistema de pensiones, administrado por Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) privadas. Este modelo, basado en capitalización individual, resulta en jubilaciones bajas —en promedio, el 50% del último sueldo—, afectando especialmente a la clase media y trabajadora. Movimientos previos como “NO+AFP” habían visibilizado esta insatisfacción, pero las reformas parciales de gobiernos anteriores no abordaron el problema de fondo. Similarmente, el acceso desigual a la educación y la salud exacerbó el malestar. La educación superior, una de las más costosas del mundo en relación al ingreso, obliga a miles de estudiantes a endeudarse, perpetuando ciclos de pobreza. En salud, el sistema mixto con altos copagos deja a amplios sectores con atención deficiente, mientras las clínicas privadas prosperan. El endeudamiento familiar, que alcanza hasta el 75% del ingreso disponible, se agrava por alzas en servicios básicos como agua, luz y transporte. El detonante del Metro no fue aislado: representaba un costo que absorbía hasta el 30% del salario mínimo (entonces 301.000 pesos, o unos US$420), insuficiente para cubrir necesidades esenciales. Escándalos de corrupción, como “Pacogate” en Carabineros y colusiones en industrias como farmacias y alimentos, erosionaron la confianza en instituciones, con un 54% de chilenos percibiendo un aumento en la corrupción en 2019. Movimientos sociales previos, como la “Revolución Pingüina” de 2006 y las protestas estudiantiles de 2011, habían acumulado demandas por equidad, pero las respuestas gubernamentales fueron insuficientes. Estas causas reflejan cómo el neoliberalismo convierte derechos básicos en mercancías, priorizando el lucro privado sobre el bienestar colectivo, y cómo la democracia post-dictadura no desmanteló estas estructuras, limitándose a ajustes marginales.
Deficiencias en el manejo político del Gobierno de Piñera

El gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022), de orientación de derecha, enfrentó el estallido con una respuesta que agravó la crisis, revelando falencias en sensibilidad social y capacidad de diálogo. Según el análisis del politólogo Carlos Huneeus, el Ejecutivo subestimó el descontento, interpretándolo inicialmente como vandalismo juvenil en lugar de una crisis sistémica. Declaraciones como la del ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, sugiriendo “madrugar” para evitar el alza del pasaje, fueron percibidas como desconectadas de la realidad cotidiana, alimentando la indignación. La decisión de declarar estado de emergencia el 18 de octubre y desplegar al Ejército en las calles —primera vez desde la dictadura— evocó traumas colectivos y escaló la violencia. Huneeus critica esta militarización como una priorización de la represión sobre el diálogo, reflejada en la frase de Piñera: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Esta retórica criminalizó a los manifestantes, ignorando demandas legítimas y contribuyendo a violaciones de derechos humanos documentadas por Amnistía Internacional: 36 muertes, más de 11.000 heridos y 427 lesiones oculares por balines policiales. La respuesta tardía, como la “Agenda Social” anunciada el 22 de octubre con aumentos en pensiones mínimas y salarios, fue vista como reactiva e insuficiente, sin consultar a la oposición ni a movimientos sociales. Analistas señalan la falta de liderazgo unificador y coordinación interna: la coalición Chile Vamos estaba fragmentada, y ministros como Andrés Chadwick fueron destituidos en medio del caos. La promoción de narrativas conspirativas, atribuyendo el estallido a influencias extranjeras (Cuba o Venezuela) sin evidencia, desvió la responsabilidad gubernamental, erosionando la credibilidad. Estas deficiencias ilustran cómo un gobierno alineado con intereses empresariales prioriza el orden público sobre la justicia social, perpetuando un ciclo donde la represión suprime voces disidentes en lugar de abordar desigualdades. El proceso constituyente, impulsado por la presión ciudadana y acordado el 15 de noviembre, fue una concesión forzada, no una iniciativa proactiva.
Implicaciones y Reflexiones
El estallido resultó en daños económicos por US$3.000 millones y una aprobación presidencial que cayó al 6%, pero también abrió un debate sobre reformas estructurales. Aunque los plebiscitos constitucionales de 2022 y 2023 rechazaron propuestas, el evento subraya la urgencia de un modelo que priorice la redistribución y la participación. Esta situación refuerza la necesidad de desmantelar el legado neoliberal, fortaleciendo el Estado en educación, salud y pensiones para garantizar derechos universales. Sin embargo, el análisis objetivo reconoce que la violencia en las protestas —saqueos y disturbios— complicó el mensaje, destacando la importancia de canales institucionales para el cambio social. En conclusión, el estallido de 2019 no fue mera anarquía, sino una respuesta colectiva a desigualdades persistentes, agravadas por un manejo político deficiente que optó por la confrontación en lugar del consenso. Avanzar requiere reconocer estas causas para construir una sociedad más equitativa, donde el crecimiento beneficie a todos, no solo a unos pocos.

