Comité editorial La Respuesta
El estallido social de octubre de 2019 en Chile representó una expresión colectiva de descontento acumulado por décadas de políticas neoliberales. Sin embargo, en los años posteriores, sectores de la derecha han impulsado una campaña comunicacional que redefine el evento como un acto coordinado de violencia, minimizando las causas socioeconómicas y las deficiencias en la gestión del gobierno de Sebastián Piñera. Esta narrativa, observable en declaraciones públicas, redes sociales y debates electorales, busca deslegitimar las demandas ciudadanas y justificar la respuesta represiva del Estado, al tiempo que protege el legado del modelo económico heredado de la dictadura. El estallido comenzó con protestas estudiantiles contra el alza de 30 pesos en el pasaje del Metro de Santiago, pero rápidamente escaló a manifestaciones masivas que cuestionaban desigualdades profundas: un coeficiente Gini entre los más altos de la OCDE, pensiones bajas administradas por AFP privadas, y un endeudamiento familiar que alcanza el 75% del ingreso. Informes como el de Amnistía Internacional documentaron 36 muertes y más de 11.000 heridos, mayoritariamente por violencia policial, destacando violaciones a los derechos humanos. Esto refleja cómo el neoliberalismo convierte derechos básicos en mercancías, generando un malestar que el gobierno de Piñera subestimó. La campaña de la derecha se evidencia en la retórica de figuras clave, especialmente en el contexto de las elecciones presidenciales de 2025, coincidiendo con el sexto aniversario del 18-O. José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, rechaza el término “estallido social” y lo califica como “estallido delictual o terrorista”, enfocándose en la destrucción urbana y pérdidas económicas de 3.000 a 5.000 millones de dólares, atribuidas a narcos, barras bravas y ocupas. En un post en X, Kast propone un “Rol Único de Vándalos” para identificar y sancionar a destructores, quitándoles beneficios sociales, lo que criminaliza la protesta sin abordar raíces como la precariedad laboral. Su partido acusa a la izquierda de ser “protagonista” de la violencia, desviando la culpa del oficialismo actual pero ignorando la represión bajo Piñera. Johannes Kaiser, diputado libertario, va más allá al describir el estallido como una “intentona golpista” contra Piñera, diseñada para desestabilizar la institucionalidad. En un tuit de junio de 2025, afirma que no fue orgánico sino una “operación montada y orquestada” por la izquierda, pese a que condiciones económicas han empeorado sin nuevas protestas, prometiendo perseguir a responsables. En entrevistas, insiste en que fue una “operación subversiva” planificada, con logística evidente como entrega de suministros, y critica a la Fiscalía por enfocarse en Carabineros en lugar de los supuestos organizadores. Esta visión niega el malestar social, atribuyendo todo a conspiraciones externas, similar a acusaciones pasadas de Piñera sobre influencias cubanas o venezolanas sin evidencia. Evelyn Matthei, de la derecha tradicional nacida de la dictadura de Pinochet, coincide en que el estallido tuvo “malos resultados” y no se repetirá porque la gente teme el caos, vinculándolo a falta de crecimiento pero respaldando la idea de logística organizada detrás de las manifestaciones. Piñera mismo, en reflexiones previas, lo llamó un “golpe de Estado no tradicional”, enfocándose en un “enemigo poderoso” en lugar de reconocer su propia subestimación inicial y militarización, que evocó la dictadura y agravó la crisis. Esta campaña se difunde en redes y medios afines, con posts que asocian el estallido a “terrorismo” ordenado por el Grupo de Puebla o etapas planificadas de destrucción. En debates electorales, revive para polarizar, como en propuestas de Kast para infiltrar marchas con Carabineros y crear fiscalías antidisturbios. Objetivamente, esto desvía el foco de falencias gubernamentales —como la tardía “Agenda Social” y declaraciones insensibles— y condiciones estructurales, perpetuando un relato que legitima la represión y obstruye reformas. Esta narrativa ilustra cómo el poder económico defiende el statu quo, ignorando que el estallido impulsó un proceso constituyente con 78% de apoyo inicial. Sin embargo, un análisis equilibrado reconoce que la violencia en protestas fueron solo una parte del conflicto, subrayando la necesidad de canales institucionales para orientar el descontento. En 2025, con encuestas mostrando temor a repeticiones, esta campaña electoral podría profundizar divisiones, en detrimento de narrativas que asuman las causas que ocasionaron el estallido social en 2019.

