El martes pasado, Donald Trump se presentó ante la Asamblea General de la ONU como el gran pacificador mundial. Con una afirmación deslumbrante, el mandatario estadounidense aseguró haber terminado siete guerras en solo siete meses. Sin embargo, bajo esta pompa se esconde una distorsión de la realidad que merece ser analizada con más detenimiento.
El anuncio triunfalista, revelado por el Departamento de Estado, aclamó a Trump como “el presidente de la paz”, aunque su papel en la resolución de conflictos a menudo ha sido más superficial que sustancial. Por ejemplo, el alto el fuego entre Camboya y Tailandia fue orquestado principalmente por el primer ministro de Malasia. La intervención de Trump, aunque real, parece ser más un acto de presión económica que una mediación genuina.
Otros conflictos mencionados, como los de Serbia y Kosovo o la República Democrática del Congo y Ruanda, continúan con tensiones sin resolver, evidenciando que las ‘soluciones’ proclamadas son más un juego de palabras que resultados concretos. En el caso de India y Pakistán, Trump sí logró que se alcanzara un acuerdo de alto el fuego, pero eso no se traduce en una paz duradera.
Más notable aún es su intervención en Egipto y Etiopía, donde la tensión persiste sin que haya un acuerdo efectivo; la única interacción significativa fue la mediación estadounidense que nunca se concretó. Y mientras que los conflictos en Gaza y Ucrania siguen sin solución, el número de enfrentamientos ‘resueltos’ por Trump parece más un intento de blanquear su imagen internacional que una representación precisa de su impacto real.
Esto levanta cuestionamientos sobre la efectividad de las políticas de Trump en la arena internacional. Hasta el momento, su declarado legado de paz está más basado en la retórica que en la realidad tangible de un mundo menos bélico.